Turín (Torino para los amigos italianos) seguramente sea la ciudad más interesante del norte de «la botita» para un cocinero. Comparable con Bologna en cierto punto, pero superior. Muy superior.
Fui sin haber casi investigado sobre esta ciudad y con poco tiempo. Lo único que tenía por seguro era que debía probar la carne de caballo de la que tanto me habían hablado bien. En Argentina está prohibida la comercialización de carne de caballo, así que tenés que ir a España o Italia para probarla.
Torino
Lo primero que hicimos fue caminar por la ciudad en dirección a la Piazza Venezia, que viene a ser como una plaza sin parque (toda de cemento y adoquines) llena de negocios y cafés para gente con nivel adquisitivo elevado. Gente que, claramente, es muy diferente a mi.

Así que nos sentamos, ordenamos, y mientras esperábamos uno de los dueños, supongo, charlaba con la gente de una mesa como si fuesen mejores amigos, así como lo hacen los tanos, a los gritos, gesticulando hasta la última palabra porque nacen hablando con las señas como sordomudos, cosa que para el turista es interesante, porque es un folclore simpático. La gente misma es cariñosa, cálida, sanguínea.

El día se hacía corto así que teníamos que ir a chusmear el mercado a cielo abierto más grande de Italia.
Trattoria Toscana, en Via Vanchiglia 2
Mercato Porta Portese

¡Stop!
¡Pará! ¿Qué es todo esto de explicar así, en palabras sin la posibilidad de expresar la emoción de estar en este mercado? ¿Cómo vamos a desmerecer semejante lugar?
Llegamos al mercado y yo me puse nervioso. Así como cuando sacás a un perro de departamento y lo dejás libre en el parque; empieza a correr desesperado, agitado, hiperventila, quiere atesorar hasta el último centímetro cúbico de aire. Bueno, a mi me pasaba lo mismo. Enojado con el hotel porque ¿quién me mandó a mí a no alquilar un departamento?.
Automáticamente me di cuenta de que Torino me pedí a gritos que cocine. Es algo que alguien fanático por la comida lo entiende sin dar muchas explicaciones, y alguien a quien le da igual una milanesa o una pasta con cangrejo, una ensalada de lechuga y tomate o un chutney de peras, no lograría entender por más detalles le cuentes.


Definitivamente el Mercado Porta Portese es el lugar porque el que volvería al norte de Italia pero, en este caso, habiendo alquilado un departamento, o sabiendo que voy a tener acceso a una cocina de un restaurante como para sacarme las ganas de cocinar todo eso que ves ahí, fresco, hermoso, colorido, aromático, impecable.
Un café especial

El Caffè Bicerin es un café tradicional, chiquito, pero realmente chiquito, tamaño Arial 4pts, donde entra una mosca y se te vuela la servilleta de papel, perdido en una pequeña piazza cerca de una iglesia, que tiene cola. Sí. Tiene cola para entrar.
Caffe Confetteria al Bicerin, Piazza della Consolata 5
Y suponiendo que el lugar lo valía, como buenos turistas, fuimos y esperamos.
Por Dios qué bronca que me da esperar para comer. Venía del mercado con ganas de cocinarme 300 kilos de carne, y tenía que esperar para tomar un café en este lugar porque, la típica, pensás que quizás tengan razón. Pero no. No tenían razón. O más o menos.
Después de más de media hora entramos, nos sentamos ahí amontonados como Jurel de enlatado y nos dieron la «carta». En la carta estaba el famoso café que me recomendaron, el típico, Bicerin, como el nombre del boliche. Pero me llamó la atención otro, que se llama Zabayòn (Zabaione).
Sin mediar discusión pedimos los dos, porque la idea siempre es pedirse algo diferente para probar. Además tengo el súper poder de comer cualquier cosa que me pongan enfrente, inclusive si no me gusta, porque la idea es conocer.

Hasta que probé el zabayón.
Amor a primer recuerdo. Instantáneamente me trasladé a La Plata, a la quinta de mis tíos abuelos, una hectárea con gallinero. Ahí mismo tuve una de mis primeras mascotas, un pato. Igual con el tiempo me di cuenta de que mi pato no se había muerto de viejo, como lograron convencerme con el discurso, sino que se lo habían comido. Tampoco es que me iba a poner a llorar, pero podían decirme la verdad.
Ahí en La Plata mi tía abuela sacaba huevos que las gallinas estaban empollando y me los ponía en los ojos porque estaba esa vieja creencia de que hacía bien. Nada que ver, pero uno cuando es chico acepta todo lo que los viejos te dicen. Al ratito iba, rompía los huevos, separaba las yemas, agregaba algún vino licoroso, seguramente de esos vinos pateros dulces, porque no podías pretender que consuman un Marsala Secco Superiore o un Porto premiado. Le tiraba un vino dulce cualquiera y lo batía al fuego hasta hacer un sambayón casero de un par de huevos salidos hacía un par de horas de la gallina.
Y no, no me pasaba en La Plata. Eso me estaba pasando en Turín. De repente había vuelto al pasado. Retrocedí 30 años para encontrarme con el campo, el pasto, las gallinas, mi pato, los huevos, mi abuela, y un sambayón que cerró todo el círculo de amor por una ciudad que, en el medio de un otoño cerrado y fresco, se parecía mucho al momento más feliz de mi viaje.